Como creo ya sabéis los pocos que leéis lo que suelo escribir, este año asistí por primera vez a la Convención del Comic de San Diego, famosa celebración de la cultura popular americana que en 2009 celebraba su cuarenta aniversario. O cuadragésimo, si nos ponemos pedantes.
Como también sabéis los lectores de gusto exquisito que seguís mis aventuras, me gusta contaros lo que me pasa por ahí, ya sea en la librería, en ciudades desconocidas, o en otros continentes, así que a nadie sorprenderá que me haya dado por escribir una crónica de longitud indeterminada pero de entregas limitadas –cinco, una por cada día de duración del evento- para narrar lo en San Diego acontecido. Y de verdad que trataré de evitar pedanterías, aunque lleve ya dos en dos párrafos. (Esto de ponerse fino a la hora de darle a la tecla tiene sus riesgos, qué puedo decir.)
Pero pasemos ya, sin más dilación, a disfrutar con mis desventuras, que dos párrafos y pico son renglones más que suficientes para una introducción que bien podría haber sido parte del texto del primer día. Empecemos, pues.
Miércoles, 22 de julio
La Convención del Comic de San Diego (SDCC de ahora en adelante) dura, según el calendario oficial del evento, cuatro días (de jueves a domingo), y los visitantes pueden comprar pases diarios si sólo les interesa –o se pueden permitir- un día específico de esta estupenda celebración cultural. La mayoría de asistentes, sin embargo, suele comprar pases para los cuatro días completos, y esto los autoriza a visitar el Centro de convenciones la tarde antes de la inauguración oficial en lo que da en llamarse –y muy acertadamente- preview night.
Esta preview night tiene lugar el miércoles por la tarde de seis a nueve, y la única diferencia entre estas tres horas y el resto de días que dura la SDCC es que en este día especial no hay conferencias y hay “menos gente”. Y lo de “menos gente” merece en verdad ir entrecomillado, pues, si bien es verdad que había menos gente que en días posteriores, la diferencia entre cien mil personas y ciento cincuenta mil es, una vez metido en la sala de muestras, prácticamente imperceptible. Tanto ese miércoles como el resto de días, un servidor se encontró, en todo momento y en todo lugar, rodeado de literalmente decenas de miles de aficionados al cine, los comics, la ilustración, los videojuegos, el manga, y demás gremios asociados. Que está bien tener gente alrededor que comparte tus gustos y aficiones, sí; pero ahogarse en un mar de personas mientras se intenta franquear el estrecho que separa el stand de Top Cow del de Aspen Comics es menos divertido de lo que suena. Y mira que divertido suena poco, más bien nada.
De todas formas, la ubicua y en numerosos casos impenetrable masa de gente no me pilló por sorpresa, pues ya iba avisado y mentalmente preparado. Pese a ello, debo admitir que esa primera tarde me sentí algo agobiado, y cuando la organización anunció por megafonía a las nueve menos diez que nos echaban a la calle hasta el día siguiente, confieso que salí del salón con alivio, contento de alejarme de todos aquellos codos y espaldas y extremidades varias. Ahora sólo tendría que lidiar con aquellas decenas de miles de cuerpos sudorosos en la calle y en cualquier restaurante donde quisiera intentar pararme a cenar. Pero podría ser peor. Creo.
Estas tres horas de contacto inicial fueron más interesantes y fructíferas de lo que mis patéticas quejas os podrían hacer pensar, no me malinterpretéis. Fueron tres horas en las que, sin mirar el mapa del salón de muestras –que se convertiría, junto a El club Dumas, en mi mejor amigo en días posteriores-, me dediqué a vagar por entre las distintas mesas, estaciones, cabinas y stands, para hacerme una idea de cómo funcionaba aquello y dónde estaba qué. Al menos, lo bueno que tienen los americanos es que son muy ordenados cuando un grupo de personas se convierte en gentío inmenso, y todo el mundo se pone en fila, guarda su turno, espera con paciencia, y evita empujones, roces y contacto personal con una gracia innata que no creo haber visto en ningún otro país. Y esto, que podría parecer una observación irrelevante, es en verdad importantísima cuando se está rodeado de más de cien mil personas, pues pese a hallarme, como ya he dicho, perdido en una infinidad de brazos y piernas durante cinco días, jamás me llevé un empujón, un codazo, me choqué con nadie –o, más correctamente, nadie se chocó conmigo-, ni prácticamente me rocé con nadie. Imaginad esto en, no sé, Valencia, por ejemplo, y decidme si podríais afirmar algo así.
Decía, retomando el hilo, que me pasé estas tres horas del miércoles 22 vagando por la sala principal, exhibit hall en inglés, junto a mi amigo y compañero de viaje Glen, que enseña historia en octavo en mi escuela. Glen no lee comics pero es un apasionado del cine, la fantasía, la ciencia ficción, El señor de los anillos, Lost, y demás series televisivas magníficas, lo que lo hacía la persona ideal para compartir esta experiencia. (Luego resultó que apenas pasamos tiempo juntos, pero ya hablaré de eso cuando toque.) Así pues, nos dimos un paseo para ver de qué iba todo aquello, y fue esa tarde cuando hice mis primeras compras, vi a varios dibujantes para mí famosos –incluso conocí a algunos de ellos-, y avisté a algún que otro famoso, como el actor Lou Ferrigno (que no era verde), el escritor Max Brooks (World War Z), y Blair Butler, de la cadena de televisión G4, donde presenta un programilla de comics –Fresh Ink Online- que podéis ver en su página web.
Uno de mis objetivos en la SDCC era conocer a Eric Powell, creador de The Goon, una de mis tres series de comics favoritas, y precisamente me crucé con su mesa esta primera tarde. Eric Powell no hace dibujos en convenciones, así que me tuve que conformar con que me firmara los tomos siete y ocho de su serie, que habían salido en mayo y junio pero que había estado esperando a comprarme en San Diego precisamente para que él me los firmara. Junto a su firma, el dibujante añadió un bocetillo de un cráneo hecho en dos segundos, así que algo extra me saqué por comprar allí los libros. Además, Powell tenía, como la gran mayoría de los artistas que allí acudieron, su carpeta con páginas originales de su serie a la venta, y pese a que lo precios prohibitivos me impidieron comprar alguna de sus fantásticas páginas de The Goon, al menos pude recrearme mirándolas todo lo que quise.
La otra artista a la que conocí fue Laurie B., de quien compré un libro de dibujos, un comic de Witchblade con una portada alternativa suya, y un dibujo que le pedí que me hiciera de Witchblade: el primer dibujo original que compré en la convención. Laurie tenía también un montón de prints –a las que no sé si llamar serigrafías, litografías, o miniposters, pues no sé cuál es el término exacto en español- de su obra, pero decidí esperar y comprar alguna en días posteriores, pues tampoco era plan de dejarme el presupuesto en la primera mesa que viera.
Por lo demás, no conocí personalmente a ningún otro artista aquel día, pero sí vi a un montón de autores famosos hablando con los aficionados en sus mesas o haciendo dibujillos para quienes aguardaban pacientemente en fila: Mike Mignola (creador de Hellboy), Brom (ilustrador de fantasía a quien conozco por sus portadas para la serie de novelas War of the Spider Queen y su cuento ilustrado The Plucker), Bill Tucci (creador de Shi), Darwyn Cooke, Leinil Francis Yu, Aaron Lopresti, Simone Bianchi (que estaba haciendo un dibujo de Lobezno), y el gran Arthur Adams, enfrascado también en una ilustración.
Una vez se hicieron las nueve y nos pidieron amablemente que desapareciéramos, Glen y yo fuimos a cenar a un restaurante cerca del Centro de convenciones donde me comí una hamburguesa estupenda y el bueno de Glen se pidió un extraño taco de langosta con sopa de langosta y guarnición a base también de langosta. De hecho, fuimos a este restaurante expresamente porque Glen guardaba un buen recuerdo del mismo –y de sus langostas- de la última vez que se había dejado caer por la ciudad. La energía repuesta tras la cena, Glen y yo nos encaminamos hacia el Holiday Inn en el que nos íbamos a hospedar durante la duración de nuestras aventuras en la costa pacífica, y que estaba a unos veinte minutos andando -en línea recta, facilísimo- del Centro de convenciones.
La obligada ducha tras llegar a la habitación me dio las fuerzas necesarias para, antes de irme a dormir, sacar el mapa de la sala de muestras, cotejar los datos con los apuntes en mi diario sobre todo lo que quería hacer al día siguiente, y planear –algo ingenuamente, como descubrí con rapidez- las actividades del jueves. Satisfecho con esta primera toma de contacto y mis ideas para el día siguiente, me dormí sobre las doce, hora pacífica –dato importante-, sintiéndome merecedor de una larga noche de sueño ininterrumpido. Inocente de mí.
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