Nuestro último día en Londres (aunque, técnicamente, el último fuera el Lunes 29) es del que tanto Rebeca como yo guardamos sin duda mejor recuerdo.
Tras despertarnos quince minutos antes de lo pretendido, bajamos a desayunar como siempre, y nos decidimos a visitar el Camden Town Market, cuyo día fuerte, según nos habían dicho, era el domingo. Para allí que nos fuimos a pasar aquella mañana, pero, por una cosa o por otra, acabamos presentándonos en una zona que, al parecer, solo abría miércoles y sábados. Así, nos encontramos con un reguero de tiendas cerradas, y no pudimos más que mirar algún escaparate a través de los barrotes. Nuestro gozo en un pozo.
Pero allí, precisamente allí, una tienda estaba curiosamente abierta. Una tienda de artículos de piel. Y en el escaparate encontré algo, o, mejor dicho, Rebeca encontró por mí, algo que llevaba muchísimo tiempo esperando a comprarme. Una bolsa.
No, no me refiero a una de esas bolsas de plástico en las que pone Gadis. Me refiero a una bolsa de piel para llevar a modo de bandolera… y donde poder guardar libros. Cuántas y cuántas veces habré ido andando por la calle, leyendo algo apasionadamente, y cuando me he encontrado con algún amigo, o se ha puesto a llover… cualquier cosa… Y he acabado teniendo que llevar el libro de la mano durante horas, o he tenido que luchar para conseguir que no se me mojase.
Pues bien: desde ese 28 de enero nunca más me ha vuelto a pasar lo mismo. Libertad. Y, para que esto no se convierta en un egocentrista monólogo monotemático, Rebeca también aprovechó, y en una tienda de ropa se compró un gorro de lana, que por cierto le queda genial. Aunque desde luego no costó ni mucho menos lo mismo que la bolsa. Mi bolsa de cuero. Jeje.
Cogimos el tube de vuelta al hotel, principalmente para dejar las compras de la mañana (menos mi bolsa, que esa se venía conmigo como fuera como fuese) y para planear qué hacer con la tarde libre que nos quedaba. Y para comer, cosa que hicimos en un turco justo al lado del hotel. Sinceramente: el mejor Kebab que me he comido en la vida.
Como quiera que nuestro hotel esta a dos minutos de Kensington Gardens, y aún no habíamos visto más que el muro que lo delimita, decidimos que no podíamos irnos sin pasear por allí. Y desde luego no podríamos haber hecho mejor.
Antes de salir de Valladolid estuvimos a punto de coger entradas para ver el espectáculo que Le Cirque du Soleil estaba representando en el Albert Hall: Alegría. Pero nos pareció demasiado ya, ver un musical, una obra de teatro, y un espectáculo circense en una semana tan solo que íbamos a tener disponible. Y sobre todo, nos pareció demasiado pagar por las tres cosas a la vez. Debo reconocer que me quedé con la espina clavada en cierto modo, y cuando estuvimos allí, frente a la puerta, a relativamente muy poco tiempo de que comenzara la función de la tarde, nos aventuramos a entrar para ver si quedaban entradas.
Y sí que quedaban, pero de visibilidad reducida. Y, la verdad, tras nuestras experiencias viendo We Will Rock You, y The Mousetrap, en ambos casos en las primeras filas, no podíamos conformarnos con menos. Así que, olé nosotros, les dijimos que no al Circo del Sol y al propio Royal Albert Hall. Con dos cojones.
Volvimos a Kensington Gardens, a seguir paseando y descubriendo rincones, uno de los cuales fue la Serpentine Gallery, una especie de galería de exposiciones en la que se muestra arte de vanguardia. Vídeos repitiéndose una y otra vez hasta el infinito, objetos de diversa índole tirados por el suelo, artículos de periódico aumentados hasta ocupar paredes enteras… e incluso una zapatilla de deporte usada que estaba tirada en un rincón. Aún no sé si ése era realmente uno de los objetos expuestos o es que la había dejado allí alguien tirada sin más. O las dos cosas a la vez, que bien podría haber sido.
Recuerdo especialmente el caso particular de unos aros pintados, de muy mala manera, de color dorado, que estaban entrelazados a un palo, en el centro de una sala. De hecho, no era nada difícil pisar alguno de ellos, o incluso llevártelo con el pie sin darte cuenta. Y allí estaba el que supongo que era el artista, todo orgulloso al lado de su obra, enfadándose de malos modos con la gente por no tener más cuidado. En mi opinión debería haber sacado un poco su lengua de su propio culo para darse cuenta de que el arte (si es que aquello puede ser llamado arte) debería ser cercano al pueblo llano. Elitismos, los justos. Y si no te gusta que la gente pise tus aros, pues o los pones de otra manera, o los pones en otro sitio. Por ejemplo, sobre un pedestal, bien indicados con unas buenas luces de neón. Para que nadie se acerque a esa MIERDA que te has atrevido a parir con la imaginación. Por Dios.
Cuando salimos de la Serpentine Gallery descubrimos que durante nuestra estancia dentro había anochecido, pese a lo cual proseguimos nuestro paseo. Continuamos caminando así hacia el norte, de nuevo a Bayswater, y de ahí nos metimos por el barrio de Paddington, donde nos tomamos un pequeño descanso en un bar para tomar algo tranquilamente y planear nuestros próximos pasos. Juntos, en pareja. Como un equipo. Como debe de ser.
De cerca, el London Eye tenía pinta de cansino y potencialmente aburrido. Y, por cierto, es carísimo. No montamos, así que no sé si nos perdimos un espectáculo digno de verse o no. Además, el grupo de chavales españoles en edad escolar que constituía el 90% de la cola esperando para subir nos terminó de quitar las ganas. Antes me hubiera subido mil veces en pelotas a la Cleopatra’s Needle.
Y pasear por el Támesis, ya lo creo que paseamos. Lástima que las fotos de aquellos momentos nos salieran tan borrosas. Lástima de cámara de fotos que llevábamos, más bien. Y lástima que la exposición sobre Dalí que se estaba presentando justo frente al London Eye estuviera cerrada a esas horas. Tantas lástimas…
Como colofón, decidimos atravesar Trafalgar Sq. y pasear por el Soho de noche, cosa que no habíamos hecho aún, aprovechando para cenar por allí en algún restaurante.
El barrio del Soho es una delicia para los sentidos. Cierto que era domingo, por lo que no pudimos verlo en todo su esplendor, pero a cada dos pasos los carteles luminosos aunciando sex-shops, peep shows y otros locales de diverso calibre consumidor sexual se codeaban con pequeñas tiendas de todo tipo, en las que el sexo no tenía ninguna cabida. Contrastes, y más contrastes.
Callejeando, callejeando, acabamos entrando en un restaurante turco que no es que nos llamase especialmente la atención, pero que se nos puso en el lugar preciso en el momento exacto. Su nombre: Bistro, en Beak Street. Y lo nombro porque recomiendo a todo el mundo que visite Londres y busque un restaurante por la zona a que se pase por allí. La comida, deliciosa; el servicio, más que encantador; el ambiente, agradable y familiar. Y el precio, un regalo.
Lo único que destrozó la experiencia para mí fue que, la única mesa que estaba ocupada aparte de la nuestra, daba cabida a un grupo de españolas que al parecer estaban de turismo también. Y nosotros pensando que habíamos encontrado un lugar oculto y especial… Lo dicho: los españoles somos un virus como se nos pongan de por medio las oportunidades de los vuelos low-cost.
Para terminar el día, continuamos el paseo por el Soho, visitando la famosa Carnaby Street, y yo me metiéndome en unos urinarios públicos a mear. Claro que sí.
Mucha gente me encontré en ellos, y muchas actitudes más que sospechosas. Juro que, en lo que bajé, esperé mi turno para usar un urinario de pared, lo usé (ejem), me la sacudí, tiré de la cadena, me lavé las manos, me las sequé, y me volví a ir, durante todo es tiempo, digo, el tío que me tocó al lado no dejó de sacudírsela más de lo necesario.
Ya en el hotel, nos recostamos en la cama. En la tele estaban echando petanca, como no podía ser de otra manera, y una extrañísima aunque extrañamente aceptable película de zombies, Dawn of the Dead, que acabamos dejando puesto de telón de fondo mientras teníamos nuestra última sesión de charla con Antonio, que se había pasado para despedirnos adecuadamente.
Y a sobar, que al día siguiente teníamos que levantarnos nada menos que a las seis y media para coger, por este orden, el tube hasta Victoria Station, el Terravision hasta Stansted (en donde comprobamos la actual meticulosidad aduanera inglesa), el avión hasta Barajas, otro autocar hasta Valladolid, el bus hasta casa… y el coche para ir y volver a Palencia, que ya iba siendo de recoger a Lee, nuestra perrita Schnauzer. Una semana entera sin ella se hace muy larga. Aunque la pases de turismo en Londres.
Pasamos siete días fantásticos en la capital inglesa, aunque desde luego nos dejamos muchísimas cosas por ver. Marble Arch, Abbey Road, Highgate Cemetery, Baker Street, Regent's Park, Millennium Dome, the Temple... La lista es interminable. Lo cual tampoco es que sea malo. Así no tenemos excusa para no volver cuanto antes.
Para otras entregas de London Calling:
- London Calling (1): Lunes, 22 de Enero.
- London Calling (2): Martes, 23 de Enero.
- London Calling (3): Miércoles, 24 de Enero.
- London Calling (4): Jueves, 25 de Enero.
- London Calling (5): Viernes, 26 de Enero.
- London Calling (6): Sábado, 27 de Enero.