Me gusta leer y ver la tele

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Tuesday, September 25, 2007

London Calling (y 7)

Domingo, 28 de Enero

Nuestro último día en Londres (aunque, técnicamente, el último fuera el Lunes 29) es del que tanto Rebeca como yo guardamos sin duda mejor recuerdo.

Tras despertarnos quince minutos antes de lo pretendido, bajamos a desayunar como siempre, y nos decidimos a visitar el Camden Town Market, cuyo día fuerte, según nos habían dicho, era el domingo. Para allí que nos fuimos a pasar aquella mañana, pero, por una cosa o por otra, acabamos presentándonos en una zona que, al parecer, solo abría miércoles y sábados. Así, nos encontramos con un reguero de tiendas cerradas, y no pudimos más que mirar algún escaparate a través de los barrotes. Nuestro gozo en un pozo.
Pero allí, precisamente allí, una tienda estaba curiosamente abierta. Una tienda de artículos de piel. Y en el escaparate encontré algo, o, mejor dicho, Rebeca encontró por mí, algo que llevaba muchísimo tiempo esperando a comprarme. Una bolsa.
No, no me refiero a una de esas bolsas de plástico en las que pone Gadis. Me refiero a una bolsa de piel para llevar a modo de bandolera… y donde poder guardar libros. Cuántas y cuántas veces habré ido andando por la calle, leyendo algo apasionadamente, y cuando me he encontrado con algún amigo, o se ha puesto a llover… cualquier cosa… Y he acabado teniendo que llevar el libro de la mano durante horas, o he tenido que luchar para conseguir que no se me mojase.
Pues bien: desde ese 28 de enero nunca más me ha vuelto a pasar lo mismo. Libertad. Y, para que esto no se convierta en un egocentrista monólogo monotemático, Rebeca también aprovechó, y en una tienda de ropa se compró un gorro de lana, que por cierto le queda genial. Aunque desde luego no costó ni mucho menos lo mismo que la bolsa. Mi bolsa de cuero. Jeje.

El resto de la mañana lo pasamos bebiendo un té delicioso en una cafetería de la zona, paseando por Islington, y comprando además el último souvenir que teníamos pendiente aún: el té para mis padres que no habíamos podido conseguir en Twinings el día anterior. Al final tuvo que servirnos un supermercado. Suena penoso, y penoso es. Pero es la verdad. Lo que no quita para que quiera a mis padres o, más sorprendentemente, que ellos me sigan queriendo a mí.

Cogimos el tube de vuelta al hotel, principalmente para dejar las compras de la mañana (menos mi bolsa, que esa se venía conmigo como fuera como fuese) y para planear qué hacer con la tarde libre que nos quedaba. Y para comer, cosa que hicimos en un turco justo al lado del hotel. Sinceramente: el mejor Kebab que me he comido en la vida.

Como quiera que nuestro hotel esta a dos minutos de Kensington Gardens, y aún no habíamos visto más que el muro que lo delimita, decidimos que no podíamos irnos sin pasear por allí. Y desde luego no podríamos haber hecho mejor.

Kensington Gardens, situados en la parte occidental de Hyde Park, estaban en aquella tarde de domingo llenos de familias felices paseando, niños corriendo en bicicleta, gente dando una vuelta con el perro, palomas, cisnes, ardillas y cuervos. Un paraje idílico en pleno centro de Londres. Nunca he estado en Nueva York, pero estoy seguro de que la sensación en Central Park debe ser muy parecida. Allí estábamos, a cinco minutos del mundanal y ruidoso caos de las grandes ciudades, paseando por el campo. Aquí en Valladolid tenemos el Campo Grande… pero no es lo mismo. Desde luego no es lo mismo. O quizá es que hace tanto tiempo que no voy por allí que ya he perdido la perspectiva. Que también puede ser.

Recorrimos Kensington Gardens de norte a sur, para ver el impresionante aunque oportunamente vallado King Albert Memorial, erigido por la Reina Victoria en memoria de su marido, el príncipe Alberto; y, junto a él, el celebérrimo Royal Albert Hall.
Antes de salir de Valladolid estuvimos a punto de coger entradas para ver el espectáculo que Le Cirque du Soleil estaba representando en el Albert Hall: Alegría. Pero nos pareció demasiado ya, ver un musical, una obra de teatro, y un espectáculo circense en una semana tan solo que íbamos a tener disponible. Y sobre todo, nos pareció demasiado pagar por las tres cosas a la vez. Debo reconocer que me quedé con la espina clavada en cierto modo, y cuando estuvimos allí, frente a la puerta, a relativamente muy poco tiempo de que comenzara la función de la tarde, nos aventuramos a entrar para ver si quedaban entradas.
Y sí que quedaban, pero de visibilidad reducida. Y, la verdad, tras nuestras experiencias viendo We Will Rock You, y The Mousetrap, en ambos casos en las primeras filas, no podíamos conformarnos con menos. Así que, olé nosotros, les dijimos que no al Circo del Sol y al propio Royal Albert Hall. Con dos cojones.

Volvimos a Kensington Gardens, a seguir paseando y descubriendo rincones, uno de los cuales fue la Serpentine Gallery, una especie de galería de exposiciones en la que se muestra arte de vanguardia. Vídeos repitiéndose una y otra vez hasta el infinito, objetos de diversa índole tirados por el suelo, artículos de periódico aumentados hasta ocupar paredes enteras… e incluso una zapatilla de deporte usada que estaba tirada en un rincón. Aún no sé si ése era realmente uno de los objetos expuestos o es que la había dejado allí alguien tirada sin más. O las dos cosas a la vez, que bien podría haber sido.
Recuerdo especialmente el caso particular de unos aros pintados, de muy mala manera, de color dorado, que estaban entrelazados a un palo, en el centro de una sala. De hecho, no era nada difícil pisar alguno de ellos, o incluso llevártelo con el pie sin darte cuenta. Y allí estaba el que supongo que era el artista, todo orgulloso al lado de su obra, enfadándose de malos modos con la gente por no tener más cuidado. En mi opinión debería haber sacado un poco su lengua de su propio culo para darse cuenta de que el arte (si es que aquello puede ser llamado arte) debería ser cercano al pueblo llano. Elitismos, los justos. Y si no te gusta que la gente pise tus aros, pues o los pones de otra manera, o los pones en otro sitio. Por ejemplo, sobre un pedestal, bien indicados con unas buenas luces de neón. Para que nadie se acerque a esa MIERDA que te has atrevido a parir con la imaginación. Por Dios.

Cuando salimos de la Serpentine Gallery descubrimos que durante nuestra estancia dentro había anochecido, pese a lo cual proseguimos nuestro paseo. Continuamos caminando así hacia el norte, de nuevo a Bayswater, y de ahí nos metimos por el barrio de Paddington, donde nos tomamos un pequeño descanso en un bar para tomar algo tranquilamente y planear nuestros próximos pasos. Juntos, en pareja. Como un equipo. Como debe de ser.

Así, acabamos cogiendo el tube hasta Embankment, para pasar la que era nuestra última noche paseando por aquella parte de la ribera del Támesis que aún no habíamos visto de cerca, y quizá para terminar nuestra visita a lo alto, en el London Eye.
De cerca, el London Eye tenía pinta de cansino y potencialmente aburrido. Y, por cierto, es carísimo. No montamos, así que no sé si nos perdimos un espectáculo digno de verse o no. Además, el grupo de chavales españoles en edad escolar que constituía el 90% de la cola esperando para subir nos terminó de quitar las ganas. Antes me hubiera subido mil veces en pelotas a la Cleopatra’s Needle.
Y pasear por el Támesis, ya lo creo que paseamos. Lástima que las fotos de aquellos momentos nos salieran tan borrosas. Lástima de cámara de fotos que llevábamos, más bien. Y lástima que la exposición sobre Dalí que se estaba presentando justo frente al London Eye estuviera cerrada a esas horas. Tantas lástimas…

Como colofón, decidimos atravesar Trafalgar Sq. y pasear por el Soho de noche, cosa que no habíamos hecho aún, aprovechando para cenar por allí en algún restaurante.
El barrio del Soho es una delicia para los sentidos. Cierto que era domingo, por lo que no pudimos verlo en todo su esplendor, pero a cada dos pasos los carteles luminosos aunciando sex-shops, peep shows y otros locales de diverso calibre consumidor sexual se codeaban con pequeñas tiendas de todo tipo, en las que el sexo no tenía ninguna cabida. Contrastes, y más contrastes.
Callejeando, callejeando, acabamos entrando en un restaurante turco que no es que nos llamase especialmente la atención, pero que se nos puso en el lugar preciso en el momento exacto. Su nombre: Bistro, en Beak Street. Y lo nombro porque recomiendo a todo el mundo que visite Londres y busque un restaurante por la zona a que se pase por allí. La comida, deliciosa; el servicio, más que encantador; el ambiente, agradable y familiar. Y el precio, un regalo.
Lo único que destrozó la experiencia para mí fue que, la única mesa que estaba ocupada aparte de la nuestra, daba cabida a un grupo de españolas que al parecer estaban de turismo también. Y nosotros pensando que habíamos encontrado un lugar oculto y especial… Lo dicho: los españoles somos un virus como se nos pongan de por medio las oportunidades de los vuelos low-cost.

Para terminar el día, continuamos el paseo por el Soho, visitando la famosa Carnaby Street, y yo me metiéndome en unos urinarios públicos a mear. Claro que sí.
Mucha gente me encontré en ellos, y muchas actitudes más que sospechosas. Juro que, en lo que bajé, esperé mi turno para usar un urinario de pared, lo usé (ejem), me la sacudí, tiré de la cadena, me lavé las manos, me las sequé, y me volví a ir, durante todo es tiempo, digo, el tío que me tocó al lado no dejó de sacudírsela más de lo necesario.

Ya en el hotel, nos recostamos en la cama. En la tele estaban echando petanca, como no podía ser de otra manera, y una extrañísima aunque extrañamente aceptable película de zombies, Dawn of the Dead, que acabamos dejando puesto de telón de fondo mientras teníamos nuestra última sesión de charla con Antonio, que se había pasado para despedirnos adecuadamente.
Y a sobar, que al día siguiente teníamos que levantarnos nada menos que a las seis y media para coger, por este orden, el tube hasta Victoria Station, el Terravision hasta Stansted (en donde comprobamos la actual meticulosidad aduanera inglesa), el avión hasta Barajas, otro autocar hasta Valladolid, el bus hasta casa… y el coche para ir y volver a Palencia, que ya iba siendo de recoger a Lee, nuestra perrita Schnauzer. Una semana entera sin ella se hace muy larga. Aunque la pases de turismo en Londres.

Pasamos siete días fantásticos en la capital inglesa, aunque desde luego nos dejamos muchísimas cosas por ver. Marble Arch, Abbey Road, Highgate Cemetery, Baker Street, Regent's Park, Millennium Dome, the Temple... La lista es interminable. Lo cual tampoco es que sea malo. Así no tenemos excusa para no volver cuanto antes.

Para otras entregas de London Calling:
- London Calling (1): Lunes, 22 de Enero.
- London Calling (2): Martes, 23 de Enero.
- London Calling (3): Miércoles, 24 de Enero.
- London Calling (4): Jueves, 25 de Enero.
- London Calling (5): Viernes, 26 de Enero.
- London Calling (6): Sábado, 27 de Enero.

Tuesday, September 18, 2007

London Calling (6)

Sábado, 27 de Enero

El sábado, nuestro penúltimo día en Londres, fue probablemente el peor de todos. Se podría decir que nada nos salió bien. Por eso este es el post más corto de todos. Por no tener no tenemos ni fotos de ese día. Porque hay cosas en las que es mejor no recrearse. Y, además, no vendría al caso hacerlo.

Aquel día nos levantamos más tarde de lo habitual, pero dado que nuestros planes para la mañana no incluían desplazamientos más largos que unos diez minutos de tranquilo paseo, creímos que merecía la pena remolonear un poco. Y no, no pedimos que el servicio despertador del hotel nos despertara aquella mañana.

Una vez salimos del hotel, nos pusimos a caminar en dirección oeste, al mercadillo de Portobello Road, en Notting Hill. Era sábado. El día grande. Y había que aprovechar.
De camino nos paramos en un par de tiendas de discos, de esas que ojalá hubiera en toda ciudad. Pequeñas pero bien surtidas. CDs, vinilos, EPs... había de todo y para todos los gustos. Lugares deliciosamente deliciosos si te gusta la música.
Cuando llegamos a nuestro destino, el mercado de Portobello ya estaba atestado de gente, y nos lo recorrimos de abajo a arriba, y posteriormente de arriba a abajo. La verdad es que se puede encontrar de todo. Había cientos de puestos de ropa, puestos de pósters, puestos de artículos de ropa militar, puestos de chapas, puestos de imanes para el frigorífico... De todo lo que uno pueda imaginarse.
La lástima es que, en el mercadillo de Portobello (y esto vale para más o menos nuestra estancia completa en Londres), escuché una frase en inglés por cada dos que oía en español. O en italiano. Somos una plaga, un virus que está extendiéndose por el mundo. Así, hoy por hoy tengo una sensación ambivalente hacia RyanAir. Siento gratitud, por permitirnos visitar Londres por tan poco dinero, y desde luego llego a sentir hasta odio por permitir a TODO el mundo visitar Londres por tan poco. No es que me queje de la igualdad de oportunidades. Me quejo de la masificación de ellas. Y menos mal que fuimos en Enero. No me quiero ni imaginar Londres en pleno mes de Julio. No quiero.

En Portobello compramos algunas camisetas y un vestido, y además le compré un regalo muy especial a un amigo vilafranqués,al que por circunstancias de la vida, aún no se he podido dárselo. Así que no voy a decir lo que es, no vaya a ser que lea esto.

Agotados y cargados con bolsas regresamos al hotel a mediodía, a comer los restos de fiambre esos que llevamos todos a los viajes y que tan ricos saben después de seis días. Además, había que ahorrar por algún lado, ya que en otras cosas no nos estábamos cortando un pelo.
Ya en el hotel nos hicimos los remolones y, tras un buen rato gastado en no hacer nada, nos decidimos a pasar la tarde comprando los regalos que aún no habíamos tenido la oportunidad de comprar. Que no es plan de dejarlo todo para el último día. Y menos si el último día es Domingo.

Entre lo que aún nos faltaba por comprar, estaba el té, que había pensado regalar a mis padres. Y decidí ir a la tienda más antigua y más prestigiosa de todo Londres a por ello: Twinings, desde 1706 sita en el número 216 de Strand. Así que cogimos el tube hasta la parada de Charing Cross, donde más o menos empieza Strand. Y desde allí nos pusimos a andar. Muy tarde descubrimos que Strand no solo es una calle muuuy larga, sino que Twinnings no estaba precisamente a quince minutos de camino. Pero al menos pudimos disfrutar muy por encima de la zona del Temple, y de los impresionante edificios que flanquean Strand. Arquitectura como esa, y en tal cantidad, no se ve todos los días. A no ser que vivas en Londres y tengas que pasar por allí para ir al trabajo, claro.

En resumidas cuentas, que tras darnos un paseo colosal hasta Twinnings, descubrimos que sólo abrían de Lunes a Viernes. La luz apagada y las puertas cerradas a cal y canto eran buena prueba de ello. Demasiado para mi planeadísimo viaje.

Para volver cogimos, evidentemente el tube, con el que pretendimos hacer transbordo en Tottenham Court road. Para nuestra desgracia, la estación estaba cerrada por obras. Con lo cual, otro rodeo en busca de una estación de metro que nos pillara bien.
Hacia las 19:30 habíamos quedado con Antonio y sus amigos castellanos en la mismísima puerta del Ritz, y acudimos a nuestra cita raudos y veloces, haciendo una breve parada en Waterstone’s primero. Parada en balde, debo decir. Por lo poco que duró, y por las circunstancias.

Tras media hora de espera en la fría calle, a las 20 horas decidimos pasar de esperar más, y nos fuimos enfurruñados al hotel, esperanzados de que el domingo fuera un nuevo día. Aunque, eso sí, debo decir que de camino decidí quitarme una espina clavada y me presenté de nuevo en Waterstone’s, de donde, esta vez sí, salí con un libro bajo el brazo. La más que recomendabilísima biografía de Freddie Mercury, escrita por David Evans y por el que fue su amigo, asistente, y la persona que mejor conoció al hombre real tras el mito, al menos en teoría: Peter Freestone. Fans de Mr. Mercury que aún no lo hayáis leído, no sé a qué estáis esperando.

Para otras entregas de London Calling:
- London Calling (1): Lunes, 22 de Enero.
- London Calling (2): Martes, 23 de Enero.
- London Calling (3): Miércoles, 24 de Enero.
- London Calling (4): Jueves, 25 de Enero.
- London Calling (5): Viernes, 26 de Enero.
- London Calling (y 7): Domingo, 28 de Enero.

Tuesday, September 11, 2007

London Calling (5)

Viernes, 26 de Enero

Como el día anterior nos habíamos dado una paliza de cuidado, decidimos no levantarnos demasiado pronto, así que el teléfono de nuestra habitación sonó a las 9:15. En lugar de a las 9:30, por supuesto, que fue la hora que dijimos la noche anterior en recepción.
Casi no llegamos al desayuno, y yo me pregunto... ¿por qué los horarios de los desayunos buffet no pueden durar hasta las 11? Cierto que a esas horas mucha gente ya está almorzando, pero uno está de vacaciones tanto para aprovechar el día como para despertarse tarde y pasárselo haciendo el vago. Claro que, pensándolo bien, para eso me quedaría en mi casa, no me pago un hotel en Londres.

Antes de coger el tube nos dimos un paseíllo por Queensway para comprar algo de pan con el que poder luego almorzar unos sándwiches, que no todo iban a ser restaurantes; además de un rotulador, elemento más que indispensable para nuestra primera visita del día.

Dejamos el tube en Earl's Court, y dimos un paseo andando hasta el número 1 de Logan’s Place, dirección de Garden Lodge, la casa donde, durante sus últimos años, Freddie Mercury vivió y murió. Como fans de Queen y del todopoderoso Freddie, teníamos que ir allí y dejar nuestra huella. La entrada en si, que es todo lo que se puede ver de la casa, no es nada mas que un muro con una puerta de madera y un timbre cochambroso. Pero es lo que tiene la iconoclastia. A nadie le extraña que los fans de los Beatles visiten el paso de cebra que inmortalizaron en la famosa portada de su disco Abbey Road. De hecho, es una pena que no llegáramos a verlo, porque por lo que sé deben estar hasta las aceras llenas de pintadas y mensajes de los fans.

Los garabatos aquí no eran tan tan abundantes, pero por supuesto también los había. Lo que sí que me llamó mucho la atención fue que un altísimo porcentaje de esos mensajes estaban escritos por españoles. De hecho, creo que había tantas palabras en castellano en ese muro como las que había en inglés. En fin, que ni cortos ni perezosos, Rebeca y yo también dejamos nuestra impronta. Como debe de ser. Desde allí solo fue cuestión de dar un paseo hasta el sur de Kensington Gardens, donde se encuentran el Science Museum, dedicado a la ciencia (duh!), el Victoria and Albert Museum centrado en el diseño y las artes decorativas, y el National History Museum, que fue en el que decidimos pasar la mayor parte del día.

Debo reconocer que la visita fue, desde mi punto de vista, bastante decepcionante. Y no es que el museo no fuera todo lo que me esperaba. Sí, es un museo interactivo, en el que los objetos expuestos prácticamente exigen ser tocados y manoseados. Ya vi algún museo por el estilo cuando estuve en Los Angeles. Claro, que entonces no era más que un niño, y no pude menos que apasionarme. Ojalá hubiera sido un niño también durante esta visita, porque probablemente habría disfrutado el triple. Padres que tengáis hijos (de nuevo: duh!), llevadles a que disfruten de ese tipo de sitios de vez en cuando, que no todo va a ser pasar el sábado por la tarde en el Carrefour. Por favor.

El museo en si se divide en dos áreas, las llamadas Life y Earth Galleries. En ellas pueden encontrarse exposiciones muy conseguidas, como una reproducción automatónica de un T-rex (y no estoy hablando de Marc Bolan), un simulador de terremotos o el hall de entrada a las Earth Galleries. Aunque, la verdad, donde mejor creo que nos lo pasamos fue en la sala de Biología Humana, descubriendo efectos ópticos y probando juegos de habilidad. Y también fue divertido aquel momento en el que, sentados en una mesa de la cafetería del museo, Rebeca se levantó para ir al baño y cuando volvió se sentó en la mesa equivocada, tan solo dándose cuenta cuando ya casi había empezado a intimar con el hombre mayor que ya estaba sentado allí antes.

Hacia las 17 horas decidimos dejar ya el museo, que más o menos habíamos visitado por completo, y nos encaminamos por Brompton Road hacia la zona centro de Londres. Y como de camino nos pillaban los famosos almacenes Harrods, pues en ellos que nos metimos a curiosear.

El interior de los almacenes Harrods está dividido en compartimentos, y no miento cuando digo que a los cinco minutos no tenía ni idea de dónde estábamos, por dónde se iba hacia la salida, por qué estaba Mohamed Al-Fayed allí subido sonriente a un pedestal (total, que resultó ser la figura de cera a su imagen y semejanza que preside los almacenes) o ni siquiera de cómo demonios hacen allí para poder vender de TODO lo que se le ocurra a uno. Por supuesto, evitamos comprar nada, pero cuando Rebeca se encontró ante la sección de saldos de La Perla, la marca italiana de ropa interior femenina, supe que no había nada que hacerle. Íbamos a salir más pobres de lo que entramos. Aunque más ricos en ropa interior, eso lo puedo asegurar.

Tras la visita consumista, seguimos nuestro camino hasta el centro londinense, donde en Piccadilly, a escasos metros de Piccadilly Square, nos esperaba una de las visitas obligadas, al menos para mi, de nuestro viaje: Waterstone’s, la que es, que yo recuerde, la librería en superficie más grande de Europa. Como a Rebeca no le hacía mucha gracia seguirme de estantería en estantería, nos separamos y decidimos quedar en la entrada a una hora en concreto. Yo, por mi parte, me lo pasé pipa. Tanto libro a mi alrededor... Tanta buena lectura en potencia... En la sección de fantasía y ciencia-ficción mi mandíbula se desencajó al ver la cantidad de libros que poblaban las estanterías. Nada de Greg Keyes, though. Aquella tarde salí de Waterstone’s con las manos vacías, incapaz de decidirme por comprar algo o no, pero una cosa es segura: si aquella visita me llega a pillar en mi momento más agudo de lector friki de Star Wars, me dejo todos nuestros ahorros allí. Seguro.

Nada más salir de Waterstone’s llamamos por teléfono a Antonio, que creo recordar tenía el día libre, para quedar para cenar. Casualmente, dos conocidos españoles suyos habían llegado a Londres ese mismo viernes para pasar el fin de semana, así que quedamos con ellos en Leicester Square, y nos fuimos a visitar algunos pubs, y a saborear unas buenas pintas de cerveza. De hecho, incluso llegamos a cenar en uno, que mantenía abierta su cocina a aquellas horas contra todas nuestras esperanzas, y no tengo palabras para describir el jugoso sabor del burger que, más o menos, todos nos pedimos. Delicioso en el más puro Homer-sentido de la palabra.

Todos juntos volvimos a Queensway, y mientras que Rebeca decidió irse a dormir directamente, Antonio, sus dos amigos y yo nos metimos en un pub australiano a beber las últimas pintas de cerveza. Igual que el día anterior, el Bombero y yo nos quedamos charlando allí en el pub, y luego en el pasillo del Hotel, hasta pasada la una y media de la noche.

Para otras entregas de London Calling:
- London Calling (1): Lunes, 22 de Enero.
- London Calling (2): Martes, 23 de Enero.
- London Calling (3): Miércoles, 24 de Enero.
- London Calling (4): Jueves, 25 de Enero.
- London Calling (6): Sábado, 27 de Enero.
- London Calling (y 7): Domingo, 28 de Enero.

Tuesday, September 04, 2007

London Calling (4)

Jueves, 25 de Enero.

El Jueves solicitamos nuestra habitual llamada matutina a las ocho de la mañana. Por supuesto, el teléfono nos despertó a las 7:45. Tras la ducha de rigor, desayunamos tranquilamente hasta casi reventar y luego salimos para dar un pequeño paseo en el tube hasta Tower Hill, la estación más cercana a la famosa Torre de Londres.

Tower of London es una fortificación que, a lo largo de la historia, ha servido de fortaleza, palacio real, prisión y patíbulo, y donde desde 1303 se guardan las Joyas de la Corona, amén de servir para sacarle el dinero a los turistas. Porque la entrada es cara. O al menos a nosotros nos pareció cara, acostumbrados los días previos a no pagar más que la voluntad por entrar a los museos. Rebeca y yo decidimos no entrar, y aún hoy no me he llegado a arrepentir de ello.
Así que dimos una vuelta viéndola por fuera, y sacándonos unas cuantas fotos. De hecho, le pedimos a una pareja de japoneses que nos sacaran una. Si alguna vez queréis que alguien os saque una foto en algún lugar turístico, buscad a un japonés. Primero, porque es improbable que vaya a huir con la cámara, ya que seguro que él tiene una mejor. Y, segundo, porque aquel hombre realmente se esforzó en sacarnos una buena foto. Trabajó en el encuadre, se colocó como mejor pudo, llegando a arrodillarse en el suelo, y nos tiró una foto a mayores desde otra posición como salvaguardia. En serio, un campeón donde los haya.

Desde la Torre de Londres cruzamos al South Bank por el Tower Bridge. Ya sabéis, ése puente levadizo inaugurado en 1984 con el fin de mejorar el paso del tráfico terrestre de una orilla a otra del Támesis sin por ello impedir el paso a los barcos de carga.
En si es bastante impresionante, y lo que realmente me encantó fue poder colocarme en mitad del puente y ver la pequeña hendedura que queda entre uno y otro de sus lados, lo suficientemente ancha como para ver con claridad las aguas del río.

Ya en la orilla sur, nos decidimos a recorrer la Millenium Mile desde allí hasta el Millenium Bridge, que conecta la orilla sur a la altura de la Tate Modern con la orilla norte a la altura de St Paul’s Cathedral.
De camino, nos detuvimos en la reproducción de un barco pirata (que no termino de recordar si perteneció al famoso Capitán Kidd o no) dedicado al entretenimiento infantil, así como en el nuevo Shakespeare Globe Theatre, una exacta reproducción del antiguo teatro en el que el famoso autor británico representaba sus obras. Hoy en día se hacen pases entre Mayo y Octubre. Pero en Enero no. No señor, no.

La Tate Modern es el nuevo edificio que el grupo Tate abrió en el año 2000 para poder redistribuir su colección en Londres, que tenía a la pobre Tate Gallery a reventar. Hoy en día esta última expone principalmente los ejemplos de arte británico de la colección, y la Tate Modern, en lo que antiguamente fue la Bankside Power Station, se centra sobre todo en los ejemplos de arte contemporáneo.
Antes de entrar en valoraciones, debo decir que yo fui allí por una instalación de toboganes montada por Carsten Höller, en la que te podías tirar desde varias alturas. El niño que hay en mí no podía dejar pasar la oportunidad. Lástima que a la hora a la que llegamos no pudimos tirarnos más que desde el tercero. Un viaje movido, pero demasiado corto.
En lo que se refiere a la muestra de la Tate Modern debo decir, desde mi posición de completo neófito en casi todo lo que al arte de vanguardia se refiere, que me pareció básicamente un montón de basura junta. Aún recuerdo un gigantesco lienzo de un color rojo uniforme con una banda negra en el flanco derecho. Eso, ocupaba toda una pared.
Pero lo que más me dolió, porque entrada no pagué, claro, fue que las obras que realmente sí quería ver allí, como son la famosísima escultura El Beso, de Auguste Rodin (y estoy hablando de una copia hecha por el propio artista), así como algún Braque y algún Picasso, estaban tan escondidos que casi ni los propios comisarios del museo supieron indicarnos como llegar a ellos.
Tras unos cuantos paseos, descubrimos que, tras una enorme sala ocupada muy holgadamente por obras de para mí muy dudosa calidad, un nada llamativo vano daba lugar a una reducida salita de tamaño como cinco veces menor que la anterior y que, por cierto, estaba parcialmente cortada, donde The Kiss estaba arrinconado contra una pared, y Girl in a Chemise, de Picasso, luchaba por destacar a su lado. Vergonzoso, por no decir algo más.


Olvidando las penurias de la Tate, cruzamos el Millenium Bridge, construido apenas hace nueve años, en dirección a la impresionante St Paul's Cathedral, coronada por una aún más impresionante cúpula cuya construcción se inspiró en la de la que corona San Pedro del Vaticano.
La entrada a la catedral, por supuesto, costaba unas pocas libras, que la Iglesia no es gratis, precisamente. Pero pagamos bien a gusto, y volví a entrar a una iglesia y a mirar inmediatamente al techo en lugar de al suelo, al contrario que en Westminster Abbey. Y St Paul's es GRANDE, por supuesto. De esas iglesias que te dan dolor de cuello.
Tras un paseo por la nave, el presbiterio, y todas esas zonas que se visitan en las iglesias y catedrales, subimos la angosta escalinata que lleva hacia la cúpula. Esta última tiene tres galerías a distintos niveles, a modo de miradores. La superior, la Golden Gallery, da al exterior a la altura de la linterna, con lo cual las vistas tienen que ser realmente impresionantes. Pero estaba cerrada al acceso en aquellos momentos. Sí que subimos, sin embargo, al nivel intermedio, la Stone Gallery, que da al exterior y ya ofrece unas vistas lo suficientemente espectaculares, y a la primera, la famosa Whispering Gallery, que da al interior de la catedral justo en la base de la cúpula, y de la cual se dice que posee una acústica tan especial que se puede escuchar a alguien hablando suavemente contra la pared desde el lado opuesto. Tanto yo y Rebeca, como unos amigos que estuvieron antes que nosotros por allí, damos fe de que es cierto, y, además, verídico. Chachi que sí a chachi que no...

Tras la visita a los niveles superiores de St Paul, nos bajamos a dar una vuelta por la cripta, para visitar, entre otras, la tumba del arquitecto Sir Christopher Wren, principal responsable de la reconstrucción de Londres tras el Gran Incendio de 1666, y diseñador de casi un centenar de notables edificios londinenses, incluida la propia St Paul's.

Saliendo de la catedral, y aún con bastante tarde por delante, decidimos dar un paseo por la City, centro financiero londinense y uno de los más importantes a escala mundial, y pasar por the Temple, hacia, de nuevo, Trafalgar Square, para visitar las salas de la National Gallery que no habíamos visto el día anterior. Pero, por desgracia, lo que debía haber sido un confortable paseíllo se convirtió en una tortura, por esa maldita manía que tenemos los hombres de no mirar los mapas en ciertas ocasiones. Es decir, que me fié de mi instinto, y la cagué de pleno. Por mi culpa casi acabamos en Camden Town, lo cual está muuuucho más al norte que la zona a donde realmente nos dirigíamos.
Rebeca, a la que no le gusta andar en balde, y mucho menos cuando eso obliga a recorrer como dos o tres kilómetros más de lo previsto, y que, al igual que yo, ya estaba tocada por la fría humedad a la que nos habíamos visto expuestos durante nuestro recorrido de la zona más oriental de la Millenium Mile, se cabreó conmigo. No voy a decir que le faltasen razones.
Sin paradas de metro que realmente nos vinieran bien, decidimos desandar parte de lo andado y enderezar de algún modo nuestro rumbo, dirigiéndonos al British Museum, en lugar de a la National Gallery tal y como habíamos previsto en un principio, para hacer nuestra segunda visita.
De nada ayudó haber descubierto por el camino el mercado de carne Smithfield, que en el pasado había sido un mercado de ganado que era utilizado para grandes reuniones de gente. Es decir, para la celebración de ejecuciones públicas. Fue allí donde William Wallace fue ejecutado en 1305.

De nuevo en el British, fuimos directos a las salas de los Upper Floors, que nos habíamos saltado el Martes. Pero estábamos tan fríos, cansados y, en general, hartos, que, la verdad, no disfrutamos todo lo que habríamos debido al ver piezas tales como el Estandarte de Ur o el Carnero Encaramado a un Arbusto, que tantas veces habíamos visto antes en libros.

A las 18:30 salimos de allí sin ganas de volver nunca más (lo que, por suerte, ya se nos ha pasado), y fuimos al St Martin’s Theatre a recoger las entradas que ya habíamos comprado previamente por Internet para una representación esa misma tarde. La obra, la famosa The Mousetrap, de Agatha Christie, que aún hoy mantiene el récord mundial de mayor número de años seguidos en cartel de una obra tras su estreno, con casi 55.
Tras un rápido café para entrar en calor, entramos al St Martin’s a disfrutar de la obra. Tan cansados estábamos, que no entendí por qué el acomodador no aceptaba nuestras entradas, diciendo que aquellas no eran de su teatro. Tuve que mirarlas concienzudamente cuatro veces para darme cuenta de que le estaba dando los tickets de nuestra visita a St Paul's Cathedral. Y aún así, lo que realmente me ayudó a centrarme fue su frase: “We’re holy, but I don’t think we’re that much”.
St Martin’s es un teatro pequeñito, de un maravilloso aire antiguo que le da un carácter especial. Pese a ser de un aforo bastante reducido, aquella noche ni siquiera estaban ocupados la mitad de los asientos, lo cual debo reconocer que no me molestó especialmente, pues fue una experiencia diametralmente opuesta a la del día anterior en el Dominion.
Nuestras butacas estaban bastante centradas, y a nada más que dos filas del escenario, con lo que pudimos disfrutar de la obra sin otra inconveniencia que el frío que teníamos aún metido en el cuerpo. Por cierto, creo que aquél debió ser el único momento durante nuestros siete días de visita en el que estuvimos rodeados única y exclusivamente por ingleses, sin que hubiera una sola persona nacida fuera de la Pérfida Albión por las cercanías.
La obra, The Mousetrap, es la típica historia de Mrs. Christie: unos cuantos desconocidos se juntan por circunstancias ajenas a su voluntad. Por supuesto, uno de ellos resultará ser un asesino, y al final nadie será tan desconocido como se pensaba.
La representación me resultó deliciosa, y, la obra en si, si bien no es desde luego la mejor de la historia (especialmente en una ciudad en la que han trabajado autores como Shakespeare y George Bernard Shaw), es lo suficientemente entretenida y encantadora. En general, los actores estuvieron excelentes, y el apartado del atrezzo resultó fantástico y muy acorde con el ambiente del St Martin's.
No voy a hablar aquí de la trama, y mucho menos del final de la obra. Y no es solo que aquí en Sunny Jhanna mantengamos una firme política de ausencia de spoilers, sino que al final de la representación los propios actores nos pidieron por favor, como suelen hacer por costumbre, no desvelar quién es el asesino. Una deliciosa tradición, en mi opinión.

Para otras entregas de London Calling:
- London Calling (1): Lunes, 22 de Enero.
- London Calling (2): Martes, 23 de Enero.
- London Calling (3): Miércoles, 24 de Enero.
- London Calling (5): Viernes, 26 de Enero.
- London Calling (6): Sábado, 27 de Enero.
- London Calling (y 7): Domingo, 28 de Enero.

Tuesday, August 28, 2007

London Calling (3)

Tras un sonrojante retraso de medio año, la serie London Calling, que narra el viaje a Londres que servidor hizo con su novia a la capital británica, ha vuelto para quedarse. Aquí tenéis la tercera parte de nuestro viaje, e iré colgando el resto durante los próximos cinco martes, para acabar a finales de Septiembre. Esta vez sin interrupciones ni cortes publicitarios.
PD.- Si queréis recordar los dos anteriores posts, no tenéis más que acudir a los links del final de este artículo.

Miércoles, 24 de Enero

Al día siguiente nos levantamos a las ocho menos cuarto de la mañana (es decir, unos 15 minutos antes de lo planeado, gracias al maravilloso servicio despertador del hotel), decididos a aprovechar el día al máximo. Una hora y media después, ni un solo minuto antes, salimos del hotel pensando en qué demonios se nos había ido ya media mañana. Pues en desayunar muy tranquilamente y en atender la visita de nuestro anfitrión, Gila, al que no estábamos viendo apenas más que quince minutos al día.

Habíamos preparado el día turístico típico londinense: Buckingham Palace y cambio de guardia, Westminster Abbey y Houses of Parliament, todo ello aderezado con unas buenas vistas del Támesis, y luego por la tarde a Trafalgar Sq., donde visitaríamos la National Gallery hasta que empezara el musical para el que ese día habíamos reservado entradas.

Así que cogimos el Tube hasta Victoria Station. Podríamos haber ido directamente a la parada de Westminster, pero preferimos ver esta estación, que, por otra parte, tampoco es que tenga nada de especial, y luego dar un paseo hacia Westminster por Victoria Street. El kilómetro de longitud de esa calle se nos hizo como si fuera el doble, debido al intenso frío que hacía a esas horas de la mañana. Y no serían más de las 10. Pero el vislumbrar a lo lejos el Big Ben, Westminster Abbey y el London Eye nos ayudó a hacerlo más llevadero.

Dejando atrás Westminster Cathedral y edificios tan emblemáticos como el Westminster City Hall o el mismísimo New Scotland Yard, centro de la policía metropolitana, desembocamos al fin en la plaza en que está ubicada la famosa Westminster Abbey, de planta y fachada impresionantes, y que da lugar al que es uno de los más importantes conjuntos de tumbas de personajes ilustres del mundo. Entre sus paredes están enterrados personajes de la realeza inglesa tales como Edward I, Henry III, Elizabeth I, Mary I, Henry VII; políticos como Oliver Cromwell (antes de ser exhumado) y David Lloyd George; poetas y dramaturgos ilustres como Geoffrey Chaucer, Charles Dickens y Rudyard Kipling (todos ellos en la famosa Poets' Corner); científicos como Charles Darwin, Charles Lyell y Ernest Rutherford; exploradores como David Livingstone; músicos como Henry Purcell y George Frideric Handel; o incluso famosos actores como Henry Irving y Lawrence Olivier. Y eso por no hablar del innumerable número de memoriales que pueden ser encontrados por doquier.
En resumidas cuentas: Westminster Abbey ha sido la primera iglesia en la que he mirado mucho más al suelo que al techo. Y puedo aseguraros que ya he visto unas cuantas.

Hacia las 11:30 empezaba puntualmente el cambio de guardia en Buckingham Palace, así que corrimos raudos a presenciarlo. Pese a que ya había empezado cuando llegamos, pudimos coger un sitio medianamente decente. Qué distinta es la estampa de la gente apiñándose en el mes de Julio contra el enrejado del palacio a la que nosotros vivimos en esas fechas de Enero. Había gente, sí, pero al menos pudimos ver más o menos todo el sarao con un mínimo de dignidad.
La ceremonia en si, supongo que es bonita, pero desde luego no es nada realmente especial, al menos desde mi en cierto modo ignorante punto de vista. Una de las características predominantes en el Londres actual es esa perfecta mezcla entre tradición y modernidad, entre pasado y futuro. Pues bien, la ceremonia del cambio de guardia es uno de esos trozos de pasado que los ingleses saben conservar tan bien y con tanto respeto.

Cuando el espectáculo acabó, desandamos lo andado hacia las Houses of Parliament, parándonos en un café Illy para calentarnos el estómago. El sitio estaba regentado por unos italianos, y nos pusimos a hablar con un napolitano acerca de Italia, de Trieste, y de lo pequeño que es el mundo. Al enterarse de que éramos españoles, el hombre señaló a un compañero suyo, que nos dijo algo. Es curioso como no entendí ni una sola palabra de la frase. Tras un "scusi?", el hombre repitió lo que había dicho, que resultó ser, en un cristalino castellano: "Yo soy gallego". Lo que prueba que: uno, mi italiano no debe ser tan malo como pensaba, si me meto tanto en él que no entiendo lo que me dicen en mi propia lengua materna; y dos, que, efectivamente, hay gallegos hasta en la Luna. Y en Londres más.

La visita a Houses of Parliament y, por extensión, al Big Ben (¡Salven el reloj de la torre!) fue forzosamente tan solo exterior, pues que yo recuerde solo se puede visitar por dentro si eres británico, y eso solo a través del correspondiente Member of Parliament. Aún así, es un conjunto arquitectónico que merece la pena ser visto, tanto artística como históricamente hablando. Pocos edificios hay tan simbólicos en el mundo como éste, y, por supuesto, no se puede dejar pasar la ocasión de hacerse la foto de rigor.

Tras la visita al Gran Ben, que en realidad no es el nombre del reloj, sino de la campana que da las horas en su interior, subimos por Parliament St. y Whitehall en dirección a Trafalgar Square, parando por el camino, por supuesto, en Downing Street, en donde, como bien es sabido, reside el primer ministro británico, además de hacer un alto también en los Horse Guards, junto a donde Rebeca se hizo una foto con la chica que estaba sufriendo en ese momento la guardia... y con ella por supuesto su caballo.

Trafalgar Square es una imponente plaza que presenta el edificio de la National Gallery de fondo, la iglesia St. Martin-in-the-fields a un lado, y la Nelson's Column, conmemorando la muerte del almirante homónimo en la Batalla de Trafalgar, en su centro. Un imponente pedazo de ciudad que, la verdad, bien poco me hubiera extrañado encontrarme en Roma.

La visita a la National Gallery nos llevó unas cuantas horas, y tuvimos que dejarlo antes de tiempo debido al extremo síndrome de ojos cansados que provoca el estar más de tres horas seguidas mirando cuadros. Bellísimos cuadros, sí, pero nuestros ojos son humanos, al fin y al cabo. Aún recuerdo la última vez que visité El Prado, cuando me lo tragué enterito en una mañana, y pasé por la última sala, la de los bocetos de Goya para sus Pinturas Negras, como una exhalación. Pero para eso nos habíamos reservado una semana entera en Londres, para poder revisitar algún sitio si hacía falta. Por supuesto, el hecho de que los museos sean gratis, ayuda bastante. Ya lo creo que sí.

Con los ojos cansados, aunque extasiados al haber contemplado obras de Jan van Eyck, Botticelli, Leonardo, Michelangelo, Rafael, Tiziano, Rubens, Velázquez, Caravaggio, Rembrandt o Turner, por mencionar solo a un puñado, nos fuimos directos al Dominion Theatre a coger nuestros tickets para esa noche, que ya habíamos comprado previamente por Internet (esas grandes ofertas 2x1...). Y, buscando algún sitio para cenar, acabamos metiéndonos en un noodle place, donde comimos caliente, extremedamente picante (al menos en mi caso), y nos pusimos a hablar con una pareja de chicos que entendían algo de español.

Tras pasar por la megatienda Virgin de Oxford Street para comprar algunos discos, al fin entramos en el Dominion Theatre, entradas en la mano, para ver We Will Rock You.
Desde que decidimos ir a ver un musical en Londres, estuvimos mirando posibles ofertas y posibilidades. Como grandes ventiladores de la música de Queen que somos, y dado que éste era uno de los pocos espectáculos para los que podíamos conseguir un 2x1 fácilmente, la elección estaba clara.
La obra resultó ser muy buena, y la puesta en escena, magníficamente deliciosa. El teatro estaba abarrotado, y todo el público rió, dió palmas y hasta se puso en pie (está bien, solo yo me puse en pie) durante el clímax de la obra. Nuestros asientos estaban muy centraditos en la cuarta fila, desde donde podíamos ver TODO el escenario a solo unos palmos de nosotros. Juro que, mientras pueda, nunca más volveré a ir al teatro si no me siento en esa posición. Creedme cuando digo que merece la pena pagar el dinero extra por poder sentir el aliento de los actores en tu frente. Y en un musical, la sensación es insuperable.
Pese a que es un género que me encanta, no he visto más que dos en directo. El primero fue Rent, y me encantó hasta límites insospechados. El segundo fue éste, y, simplemente, me derretí en la butaca del gusto.

A la salida del teatro, y tras hacer un intercambio de tiramiento de fotos ante la fachada del teatro con otra pareja de españoles que también habían ido a ver la función, nos dimos un paseo por Piccadilly Circus, otro punto clave de la urbe londinense, antes de volver al hotel. Imagino que todo el mundo conocerá esa intersección coronada por un puñado de carteles publicitarios luminosos, en plan Times Square. Un canto al capitalismo y a la tecnología que, la verdad, tiene encanto propio. En este mundo tiene que haber de todo. Gracias al cielo que disfruto tanto de un fin de semana en una casa rural como de un día en Disneyland.

Para otras entregas de London Calling:
- London Calling (1): Lunes, 22 de Enero.
- London Calling (2): Martes, 23 de Enero.
- London Calling (4): Jueves, 25 de Enero.
- London Calling (5): Viernes, 26 de Enero.
- London Calling (6): Sábado, 27 de Enero.
- London Calling (y 7): Domingo, 28 de Enero.

Wednesday, February 21, 2007

London Calling (2)

Martes, 23 de Enero de 2007

Al día siguiente empezó realmente nuestra visita. Habíamos pedido que nos levantaran a las 8 de la mañana, y la máquina despertador del hotel se encargó de darnos un telefonazo exactamente a las 7:45. Lo cierto es que ese primer día pensé que lo había soñado, pues mis despertares no suelen ser muy lúcidos, pero al tercer día que nuestro teléfono sonó quince minutos antes de lo esperado, nos dimos cuenta de que no iba a ser cosa nuestra. En fin, lo advertimos, y yo no sé si al resto de las habitaciones les pasaría igual, pero al Lunes siguiente, cuando nos levantamos para coger el avión, el despertador seguía robándonos quince minutos de sueño.

Bajamos a desayunar hacia las 9 de la mañana, y pillamos una buena cola de espera. Había una filipina controlando la entrada, y realmente espero que no sean todas iguales, porque el trato que dispensaba tanto a clientes como a empleados no era precisamente merecedor del Premio a la Concordia. Y físicamente la mujer era clavadita a Bobby, la agente de aquel personaje de Friends, Joey, en su serie homónima.

El desayuno buffet no era para tirar cohetes en cuanto a su variedad, pero por cuatro libras podías optar a un pequeño buffet del típico english breakfast. Huevos, salchichas, jamón, queso... y ya. Nunca pagaría tanto por tan poco, la verdad. Por suerte nos regalaron en la recepción tickets de sobra para desayunar como verdaderos ingleses. Las ventajas de tener un amigo conserje.

Lo primero que le pide a uno el cuerpo, siendo turista en Londres, es visitar las Houses of Parliament y el Buckingham Palace. Pero desgraciadamente en invierno hacen el cambio de guardia día sí día no, y este mes tocaba los días pares. Total, como teníamos una semana por delante tampoco es como para deprimirse por ello. Ya iríamos al día siguiente. Hoy podíamos ocupar buena parte del día viendo el celeberrimo British Museum.


Así que hacia el British que nos fuimos, dos ex-estudiantes de Historia con ganas de ver antigüedades. Como en Londres los museos públicos son gratuitos desde los años noventa, nos tomamos la visita con mucha calma, dispuestos a parar para comer o tomar café si el cuerpo nos lo fuera a pedir.
En total la visita nos ocupó seis horas, desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Y ni siquiera terminamos de ver el museo, y dejamos la planta superior para otro día, más adelante. Aunque tengo que descontar algo más de media hora de una parada en una cafetería del propio British y una salida relámpago a comer una ciabatta que no pudo serlo y se quedó en simple baguette de queso y bacon.

El British, en pocas palabras, es una maravilla. Todos los objetos expuestos están clara y perfectamente indicados, cada uno con su pequeño panel descriptivo, aunque bien es cierto que puedes salir de una sala con arte del medio oriente para meterte en una con estatuaria egipcia y pasar después a otra con restos griegos clásicos.



La colección en si es impresionante. Desde esa joya de la corona que es la archiconocida Piedra Rosetta, pasando por los mármoles Elgin y una enorme cantidad de fascinantes relieves asirios, hasta los vasos griegos o la colección numismática que tienen expuesta (y que, debo decir, ni nos detuvimos a ojear, por interminable). Ese día recordé con pelos y señales por qué empecé a estudiar Arqueología.


La visita no acabó del todo bien, por motivos personales que no vienen mucho al caso. Baste decir que cuando os preparéis un viaje en pareja, aseguraos de que las dos personas participan en ello y se preparan un planning conjunto. Si no, la persona que va a remolque, se puede acabar enfadando mucho.
Y por eso acabamos volviendo al hotel quizá demasiado pronto. Por suerte la reconciliación no se hizo esperar, y pudimos acudir a una reserva que había hecho Rebeca en un restaurante del centro.

Yo no sabía a dónde íbamos, ni qué tipo de restaurante sería, ni siquiera dónde estaba. Rebeca me había avisado de que era un sitio caro, y cuando supe que estaba junto a Piccadilly St., a un minuto del Ritz, me imaginé por dónde andarían los tiros. Una vez hubimos entrado en el restaurante, nos cogieron las cazadoras (nos desvistieron de ellas sería más exacto) y me obligaron a ponerme una americana que gentilmente me ofrecieron, mientras me explicaban muy amablemente su "jacket policy". Miré a Rebeca y la vi medio sudando. No sabíamos dónde nos habíamos metido.

El Wiltons es un restaurante de cuatro tenedores, en el que ese día había un par de mesas ocupadas por gente de negocios y el resto por parejas mayores. Y cuando digo mayores, me refiero a ingleses de pura cepa que nunca volverán a cumplir los cincuenta y cinco. Ni los sesenta.
En medio de tan solemne ambiente, yo con mi americana prestada que me quedaba dos tallas grande, vinieron a ofrecernos la carta y nos pusieron la servilleta sobre el regazo. En ese momento me transformé sin darme cuenta. Fue como si un Lord inglés se hubiera apoderado de mi cuerpo. Me estiré, me puse a beber agarrando la copa de vino por el cuello, y me pasé la mitad de la velada observando con cabeza ladeada y mirada interesante a Rebeca, quien entre el ambiente y mi repentina actitud snob se puso nerviosa con ganas. Como para culparla.
Pero es que había que ver el restaurante. Dejaban la botella de vino en un botellero, lejos de la mesa, pero en cuanto te quedaba líquido para un último trago en la copa, prestos y raudos te volvían a servir. Hasta nos presentaron el vino, en concreto a Rebeca. Menos mal que no me lo hicieron a mí, porque en esos momentos no habría respondido de mi reacción, ni de lo exageradamente pedante que hubiera sido. Recuerdo que durante la cena dejamos el mantel tan sucio como suelen acabar los de los restaurantes chinos aquí en España. Pues ni cortos ni perezosa, la mujer que nos atendió nos coloco una servilleta bien extendida para tapar las manchas (que, no obstante, traspasaban, traspasaban).

En fin, cuando nos trajeron la cuenta (que estamos en proceso de enmarcar) pudimos deleitarnos con lo que nos cobraron por la cena. Sobra decir que, a la hora de pagar, la mujer que nos atendió le echó más vistazos a mi tarjeta de crédito de los debidos. No se fiaría, y, la verdad, para nada la culpo. En fin, por suerte íbamos a Londres con dinero de sobra, y no nos privamos de nada durante toda la semana, con cena cara o sin ella. Además, ¿cuánta gente puede decir que se ha gastado aproximadamente 280€ en una cena en un restaurante de cuatro tenedores en pleno centro de Londres?

No podíamos irnos de allí sin hacernos la foto de rigor, que nos sacó un siempre sonriente camarero. Y nada más salir, tras devolver la americana y que nos pusieran las cazadoras (tras otra pequeña confusión sobre el ticket del ropero), rompimos a reír liberando toda la tensión acumulada. En esas le hice otra foto a la fachada, y nada más bajar la cámara descubrí al tío de la entrada observándonos desde dentro, riéndose. Y en cuanto vio que le miraba, se escondió. Para que se vea que todos, millonarios o no, snobs o no, somos humanos.


El resto de la noche la pasamos paseando por Mayfair, el barrio rico del centro de Londres, sacándonos fotos con todo lo que se cruzaba en nuestro camino y diciendo una bobada tras otra. Lo dicho, liberando la tensión acumulada.

Para otras entregas de London Calling:
- London Calling (1): Lunes, 22 de Enero.
- London Calling (3): Miércoles, 24 de Enero.
- London Calling (4): Jueves, 25 de Enero.
- London Calling (5): Viernes, 26 de Enero.
- London Calling (6): Sábado, 27 de Enero.
- London Calling (y 7): Domingo, 28 de Enero.

Monday, February 05, 2007

London Calling (1)

Como lo prometido es deuda, y a buen deudor pocas palabras bastan, y aunque la mona se vista de seda, ande yo caliente, aquí empieza la miniserie de posts en la que hablaré del viaje a Londres con el que mi novia Rebeca y yo nos dimos un lujo durante la semana del 22 al 29 de Enero. De lunes a lunes y tiro porque me toca.

Lunes, 22 de Enero de 2007

Pese a que nos levantamos medianamente pronto para terminar de hacer la maleta (y no me miréis así, que seguro que a casi todos os pasará lo mismo), y a que un amigo, el gran Kbass, nos llevó en coche al aeropuerto de Villanubla para estar un par de horas antes de que saliera nuestro vuelo, no por ello llegamos antes a Londres. Todo lo contrario.

Nuestro vuelo salía de Villanubla, el aeropuerto de Valladolid, por dos razones. La primera, y más poderosa: porque es desde aquí desde donde salen los vuelos de la compañía de bajo coste por antonomasia, RyanAir. Sobra decir que no viajamos con Iberia o British Airways, precisamente.

La segunda razón es que, pese a que en mi no-muy-larga-vida he cogido unos cuantos aviones y he estado en unos cuantos aeropuertos, nunca había visto siquiera el de mi ciudad natal. Y tenía ganas. Por supuesto, lo que me imaginaba se cumplió: el aeropuerto de Villanubla es un descampado con un pequeño edificio en forma de terminal. Para el tráfico que tiene, tampoco es que haga falta nada más, eso es cierto. Pero la en principio insignificante idea que tuvimos de facturar el equipaje y pasar pronto la aduana, para poder esperar tomando un café u ojeando alguna tienda en la zona de embarques, se convirtió en decepción, al comprobar que allí no había ni cafetería, ni tiendas, ni un mísero kiosko para comprar unas pipas. Todo lo que hay es una salita pequeña con unos bancos, a la que dan las únicas dos o tres puertas de embarque, por las que entra un frío exagerado del exterior.

Cuando quedaba cosa de diez minutos para empezar a embarcar, empezó a nevar ligeramente. En cuanto hubimos subido al avión la nevada se incrementó, y el piloto decidió esperar a ver si amainaba. La espera se prolongó durante lo que al final fueron cuatro horas, sin poder bajar del avión, porque parecía que podía dejar de nevar en cualquier momento. Y, como digo, dejó de nevar, y despegamos: cuatro horas después.

Cuando en principio yo había calculado que llegaríamos a nuestro hotel en Londres a eso de las cinco de la tarde, acabamos aterrizando en Stansted airport hacia las nueve menos algo de la noche. No recuerdo a qué hora llegamos al hotel exactamente, pero al tiempo en el avión hay que añadir la recogida de equipaje, pasar la aduana, casi una hora de Terravision hasta Liverpool St. Station y un paseo en metro, (previo pago de un par de Oyster cards para una semana, zonas 1 y 2), desde allí hasta la parada del tube en Bayswater, a tres minutos andando del hotel. Y yo pensando que podríamos aprovechar algo aquella tarde de lunes por la ciudad...

El hotel en que nos alojamos, el Central Park Hotel, lo elegimos por una razón obvia: un amigo nuestro trabaja allí de conserje, y nos hacían descuento por la habitación. El sitio en si está bastante bien, y 56 libras en alojamiento/desayuno en un 3*** no es para despreciarlo, si hablamos de Londres. Nuestro amigo, Antonio, nos había reservado una de las habitaciones más grandes, y todo eso estando a tres minutos andando de dos paradas del underground que cubren las líneas central y circular. A tiro de cinco o seis paradas de metro de todas las zonas interesantes de la ciudad, en resumen.

No es que Rebeca y yo seamos tan sibaritas que necesitemos tantas comodidades. El descuento y la buena posición del hotel vienen bien, tampoco vamos a ser idiotas, pero si no llegamos a tener ningún contacto privilegiado por allí, probablemente habríamos acabado durmiendo en un hostel o un B&B por unas pocas libras (siempre teniendo en cuenta lo carísima que es esta ciudad para tantas y tantas cosas).

En fin, que llegamos al hotel, hicimos la entrada, y nos pusimos a esperar a Antonio, que tenía libres ese día y los tres siguientes y no había parado de llamar al hotel durante la tarde para ver si ya habíamos llegado.

Tras la alegre y medianamente emotiva reunión, dispuestos a no desaprovechar lo poco que quedaba de día, nos fuimos los tres al centro, a dar un paseo por Leicester Sq. y el Soho, a cenar algo y a tomar algo en un pub. Y eso hicimos. Lo primero, la cena.

Guiados por Antonio, al que a partir de ahora llamaré Bombero, o Gila, o Antonio "Bombero" Gila, a secas, acabamos en una baguetería de la cadena Subway. A mi bocadillo pedí que le echaran de todo, y craso error cometí, porque, si bien la baguette en cuestión no era incomestible, la mezcla de carne de cordero con guindilla con pepinillo y con pepino es como para replantearse la necesidad de comer como parte del proceso de la vida. Pero había hambre, y nos acabamos los bocadillos, grandes y por tanto caros como eran, sin protestar demasiado. Para eso ya habría tiempo después.

Y luego nos metimos en un pub, a tomar una buena pinta de Foster's, que para eso que voy a London, me dije, voy a beber cerveza australiana. Con un par. El sitio se llamaba The Old Greyhound, o The Odd Greyhound, o algo así. La verdad es que lo único que puedo decir es que estaba en Dean St., y eso porque lo tengo apuntado.

Sobre el pub no queda mucho que decir. Bebimos cerveza, cerraron la barra, previo toque de campana, cinco minutos después de que hubiéramos pedido, conocimos a un tío que estaba borracho como él solo y que cuando supo que éramos españoles se soltó cuatro o cinco frases que en algún momento le debieron ser muy útiles en su estancia en países de lengua castellana ("ponme otra más" kinda like), y, tras veinte minutos, hacia las once y media de la noche, nos echaron nada vilmente. Sin mucho más que hacer, y un cansancio mortal, nos volvimos al hotel a dormir, pobres de nosotros.

Para otras entregas de London Calling:
- London Calling (2): Martes, 23 de Enero.
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- London Calling (6): Sábado, 27 de Enero.
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