Martes, 23 de Enero de 2007 Al día siguiente empezó realmente nuestra visita. Habíamos pedido que nos levantaran a las 8 de la mañana, y la máquina despertador del hotel se encargó de darnos un telefonazo exactamente a las 7:45. Lo cierto es que ese primer día pensé que lo había soñado, pues mis despertares no suelen ser muy lúcidos, pero al tercer día que nuestro teléfono sonó quince minutos antes de lo esperado, nos dimos cuenta de que no iba a ser cosa nuestra. En fin, lo advertimos, y yo no sé si al resto de las habitaciones les pasaría igual, pero al Lunes siguiente, cuando nos levantamos para coger el avión, el despertador seguía robándonos quince minutos de sueño.
Bajamos a desayunar hacia las 9 de la mañana, y pillamos una buena cola de espera. Había una filipina controlando la entrada, y realmente espero que no sean todas iguales, porque el trato que dispensaba tanto a clientes como a empleados no era precisamente merecedor del Premio a la Concordia. Y físicamente la mujer era clavadita a Bobby, la agente de aquel personaje de Friends, Joey, en su serie homónima.
El desayuno buffet no era para tirar cohetes en cuanto a su variedad, pero por cuatro libras podías optar a un pequeño buffet del típico english breakfast. Huevos, salchichas, jamón, queso... y ya. Nunca pagaría tanto por tan poco, la verdad. Por suerte nos regalaron en la recepción tickets de sobra para desayunar como verdaderos ingleses. Las ventajas de tener un amigo conserje.
Lo primero que le pide a uno el cuerpo, siendo turista en Londres, es visitar las
Houses of Parliament y el
Buckingham Palace. Pero desgraciadamente en invierno hacen el cambio de guardia día sí día no, y este mes tocaba los días pares. Total, como teníamos una semana por delante tampoco es como para deprimirse por ello. Ya iríamos al día siguiente. Hoy podíamos ocupar buena parte del día viendo el celeberrimo
British Museum.

Así que hacia el British que nos fuimos, dos ex-estudiantes de Historia con ganas de ver antigüedades. Como en Londres los museos públicos son gratuitos desde los años noventa, nos tomamos la visita con mucha calma, dispuestos a parar para comer o tomar café si el cuerpo nos lo fuera a pedir.
En total la visita nos ocupó seis horas, desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Y ni siquiera terminamos de ver el museo, y dejamos la planta superior para otro día, más adelante. Aunque tengo que descontar algo más de media hora de una parada en una cafetería del propio British y una salida relámpago a comer una ciabatta que no pudo serlo y se quedó en simple baguette de queso y bacon.
El British, en pocas palabras, es una maravilla. Todos los objetos expuestos están clara y perfectamente indicados, cada uno con su pequeño panel descriptivo, aunque bien es cierto que puedes salir de una sala con arte del medio oriente para meterte en una con estatuaria egipcia y pasar después a otra con restos griegos clásicos.

La colección en si es impresionante. Desde esa joya de la corona que es la archiconocida
Piedra Rosetta, pasando por los
mármoles Elgin y una enorme cantidad de fascinantes relieves asirios, hasta los vasos griegos o la colección numismática que tienen expuesta (y que, debo decir, ni nos detuvimos a ojear, por interminable). Ese día recordé con pelos y señales por qué empecé a estudiar Arqueología.

La visita no acabó del todo bien, por motivos personales que no vienen mucho al caso. Baste decir que cuando os preparéis un viaje en pareja, aseguraos de que las dos personas participan en ello y se preparan un planning conjunto. Si no, la persona que va a remolque, se puede acabar enfadando mucho.
Y por eso acabamos volviendo al hotel quizá demasiado pronto. Por suerte la reconciliación no se hizo esperar, y pudimos acudir a una reserva que había hecho Rebeca en un restaurante del centro.
Yo no sabía a dónde íbamos, ni qué tipo de restaurante sería, ni siquiera dónde estaba. Rebeca me había avisado de que era un sitio caro, y cuando supe que estaba junto a Piccadilly St., a un minuto del Ritz, me imaginé por dónde andarían los tiros. Una vez hubimos entrado en el restaurante, nos cogieron las cazadoras (nos desvistieron de ellas sería más exacto) y me obligaron a ponerme una americana que gentilmente me ofrecieron, mientras me explicaban muy amablemente su "jacket policy". Miré a Rebeca y la vi medio sudando. No sabíamos dónde nos habíamos metido.
El Wiltons es un restaurante de cuatro tenedores, en el que ese día había un par de mesas ocupadas por gente de negocios y el resto por parejas mayores. Y cuando digo mayores, me refiero a ingleses de pura cepa que nunca volverán a cumplir los cincuenta y cinco. Ni los sesenta.
En medio de tan solemne ambiente, yo con mi americana prestada que me quedaba dos tallas grande, vinieron a ofrecernos la carta y nos pusieron la servilleta sobre el regazo. En ese momento me transformé sin darme cuenta. Fue como si un Lord inglés se hubiera apoderado de mi cuerpo. Me estiré, me puse a beber agarrando la copa de vino por el cuello, y me pasé la mitad de la velada observando con cabeza ladeada y mirada interesante a Rebeca, quien entre el ambiente y mi repentina actitud snob se puso nerviosa con ganas. Como para culparla.
Pero es que había que ver el restaurante. Dejaban la botella de vino en un botellero, lejos de la mesa, pero en cuanto te quedaba líquido para un último trago en la copa, prestos y raudos te volvían a servir. Hasta nos presentaron el vino, en concreto a Rebeca. Menos mal que no me lo hicieron a mí, porque en esos momentos no habría respondido de mi reacción, ni de lo exageradamente pedante que hubiera sido. Recuerdo que durante la cena dejamos el mantel tan sucio como suelen acabar los de los restaurantes chinos aquí en España. Pues ni cortos ni perezosa, la mujer que nos atendió nos coloco una servilleta bien extendida para tapar las manchas (que, no obstante, traspasaban, traspasaban).
En fin, cuando nos trajeron la cuenta (que estamos en proceso de enmarcar) pudimos deleitarnos con lo que nos cobraron por la cena. Sobra decir que, a la hora de pagar, la mujer que nos atendió le echó más vistazos a mi tarjeta de crédito de los debidos. No se fiaría, y, la verdad, para nada la culpo. En fin, por suerte íbamos a Londres con dinero de sobra, y no nos privamos de nada durante toda la semana, con cena cara o sin ella. Además, ¿cuánta gente puede decir que se ha gastado aproximadamente 280€ en una cena en un restaurante de cuatro tenedores en pleno centro de Londres?
No podíamos irnos de allí sin hacernos la foto de rigor, que nos sacó un siempre sonriente camarero. Y nada más salir, tras devolver la americana y que nos pusieran las cazadoras (tras otra pequeña confusión sobre el ticket del ropero), rompimos a reír liberando toda la tensión acumulada. En esas le hice otra foto a la fachada, y nada más bajar la cámara descubrí al tío de la entrada observándonos desde dentro, riéndose. Y en cuanto vio que le miraba, se escondió. Para que se vea que todos, millonarios o no, snobs o no, somos humanos.

El resto de la noche la pasamos paseando por Mayfair, el barrio rico del centro de Londres, sacándonos fotos con todo lo que se cruzaba en nuestro camino y diciendo una bobada tras otra. Lo dicho, liberando la tensión acumulada.
Para otras entregas de London Calling
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