Road Trip 2008 Part 1 (of 3): North CarolinaEs lo que tienen los
road trips: que acabas conduciendo más millas de las que tú y tu coche querríais. Para evitar esto, terminas diciéndote, es por lo que se inventaron los aviones. O tal vez no exactamente para esto, y tal vez no lo piensas exactamente al final, sino durante e incluso antes de emprender el viaje. Pero siempre acababa encontrando algún argumento –del tipo “será divertido”- que me hacía descartar la idea de volar hasta donde fuera que fuéramos.
Pasaré más tiempo con Molo, me dije, tratando de borrar de mi mente la descriptiva palabra inglesa
bromance. Y aquí podéis ver uno de mis frecuentes errores lógicos –tal vez sea simplemente pereza intelectual- que, de haber seguido usando las neuronas durante medio segundo más, no hubiera sucedido, pues el pensamiento completo debería haber sido “pasaré más tiempo con Molo
en el coche”, ya que el tiempo que íbamos a pasar juntos no iba a cambiar. Y es que, como ya
dijo el laureado cineasta, cinco mil fueron las millas que nos metimos –a punto estoy de satisfacer tu curiosidad, Nash- entre pecho y espalda. O entre eje y eje, en el caso de mi querida
Sanyan Storm. O donde sea que se acumulan las millas en los coches. Pero fue muy divertido, no os equivoquéis. Suena como si me estuviera quejando, pero no es el caso. Claro que, por otro lado, no me hubiera importado conducir la mitad de la distancia, o sólo un tercio. Pero es lo que tienen los
road trips, y todos sabemos a lo que vamos.
La primera parte del viaje consistía en ir desde mi humilde morada en Chattanooga hasta Matthews, North Carolina, un pueblecito –énfasis en el diminutivo- cerca de Charlotte. La razón por la que el de otra forma intrascendente lugar había sido elegido como primera parada en nuestras aventuras era porque Kelly, una amiga de Molo, vivía allí con sus padres, así que, después de pasarnos el sábado alternando con mi excompañero de cuarto Alberto y su esposa Lori, el domingo, bien temprano por la mañana, nos pusimos en marcha. Y, por “bien temprano”, entiéndase que entiendo la una de la tarde. (A fin de cuentas, hubo que socializarse y lavar la ropa, aunque no al mismo tiempo.) Sea como fuere, nos metimos en el coche a la una y llegamos a Matthews a las siete. Nada comparado con lo que nos esperaba.
Kelly, atlética y simpática –ambas cualidades evidentes nada más conocerla-, nos llevó a su casa, donde conocimos a sus padres, jugamos con el perro –majísimo Killian-, y nos dispusimos a pasar hasta el miércoles por la mañana. O eso pensábamos hacer en principio, pues acabamos quedándonos hasta el sábado. La culpa, de Molo.
Durante los primeros días de nuestra estancia en Matthews nos dedicamos a vaguear, jugar con el perro, y hacer, más que poco, nada. Por las tardes, cuando Kelly salía de trabajar –enseña español en una escuela-, nos íbamos por ahí a ver lo que los alrededores tenían que ofrecer. Fue entonces –el martes si no el lunes- cuando Kelly nos llevó al
parque donde el equipo olímpico americano entrena para los deportes con el remo relacionados. Árboles, montañas, ríos y lagos para hacer todas esas cosas que a los amantes de la naturaleza y los deportes de riesgo les encantan, y que a mí, personalmente, no me resultan tan emocionantes, pese a que de vez en cuando no me importe hacerlo. Lo que sí me importó –y no sólo a mí, sino a Kelly y Molo- fue tener que aflojar cincuenta dólares por cabeza para hacer rafting. De hecho, nos importó tanto que decidimos hacer kayaking en su lugar por el comparativamente módico precio de veinte dólares cada uno. Y, además, teníamos kayaks individuales para reproducir las más importantes batallas navales de la historia. (Número total de batallas navales reproducidas: cero.) No quedaba sino meterse en el agua, y hacer el ganso –o el besugo, supongo- durante un par de horas.
Después de remar y hacer el tonto dentro y fuera de las barquitas amarillas decidimos dar la vuelta para volver a la orilla, las dos horas empezando a terminarse. Fue entonces cuando nos encontramos con la cuerda que, a modo de liana artificial, colgaba de una rama en un árbol a nuestra derecha. Algún genio –Molo o Kelly, pero sin duda no el que esto escribe- pensó que sería divertidísimo subirse al árbol, cogerse de la cuerda, y lanzarse al agua cual Tarzán haciendo la mona. Poco sorprendentemente dada mi naturaleza más bien desconfiada en lo que a actividades que potencialmente pueden dejarte lisiado se refiere, decidí quedarme en la barca y ver a mis compañeros de aventuras involucionar a cuando vivíamos en las ramas. Sin pensárselo dos veces, Kelly y Molo abandonaron la seguridad de sus kayaks y se encaramaron con menos que más habilidad hasta la rama donde la cuerda se hallaba atada. Tras discutir lo acertado de su idea, parecía que ninguno de los dos se hacía a la idea de descolgarse, y Molo, demostrando no sólo arrojo y valor, sino seguridad en sí mismo, dijo aquí estoy yo, se agarró a la cuerda, y saltó.
Tanto él como yo debimos preguntarnos, durante los escasos segundos que su elegante vuelo duró, por qué narices no se había quitado las gafas; pero ya era demasiado tarde, y la suerte –como otros tópicos- estaba echada. Molo se sumergió en las –quizá- procelosas aguas del río Catawba, y emergió con presteza, sus queridas gafas naranjas y negras todavía sobre el puente de la nariz. Fue entonces cuando la locura pasajera se apoderó de él, y mi amigo empezó a sacudir la cabeza de izquierda a derecha. Ni qué decir tiene, las gafas salieron despedidas y se hundieron en el agua con más rapidez de la que nos hubiera gustado. Consciente de lo sucedido, Molo empezó a mover los brazos para frenar el descenso a las profundidades de las gafas que ya nunca más habríamos de ver. Kelly bajó de las ramas para ayudar, pero la parte del fondo donde se hacía pie era –por supuesto- lodosa y asquerosa y no se notaba nada que no fuera barro viscoso, y la parte donde no se hacía pie estaba demasiado honda como para alcanzarla aun buceando. Tras muchos intentos, lamentos y juramentos, tuvimos que dar las gafas por perdidas y regresar a casa.
Una vez dadas al asunto las vueltas de rigor, decidimos que lo más fácil y menos caro sería que los padres de Molo le mandaran un par de gafas de repuesto por FedEx, lo que nos obligaría a quedarnos algunos días más en Matthews mientras esperábamos que al avión no le pasara como al de
Cast Away, y que el paquete llegara a buen puerto. Un par de días después, las gafas llegaron, y viendo ya las cosas más claras, nos fuimos a ver la exposición de Pompeya en el
Discovery Place en Charlotte, que, con más de doscientos cincuenta objetos y algún que otro
perro petrificado hizo nuestras delicias.
Finalmente, para pasar nuestra última tarde en el estado fuimos a
Carowinds, un parque de atracciones. Allí pude demostrar una vez más que mi instinto de conservación es superior a cualquier burla, mofa o befa que hacia mi persona se dirija. No importa lo mucho que me dijeran tanto Kelly como Molo: ni en éste ni en ningún otro universo me subiría a las montañas rusas y atracciones enloquecidas –y enloquecedoras- que ellos se morían por probar. Sin ningún problema –eran ellos, curiosamente, los que parecían sufrir más que yo ante mi negativa-, me quedé bajo viéndolos viajar boca abajo, cabeza abajo, de espaldas y al revés, mientras yo me sentía seguro con tierra firme bajo mis pies. A algunas atracciones, no obstante, sí que subí: los coches de choque y la Mansión Encantada de Scooby Doo, que, en vez de ser la típica cutrez en la que se abren puertas y te saltan muñecotes de cartón mientras avanzas en un carrito chirriante, añadía un divertidísimo elemento interactivo al darte unas pistolas que activaban dichos mecanismos cuando dabas en la diana. Además, había unos marcadores que llevaban la puntuación, lo que lo hacía aún más divertido y competitivo. Esta atracción tontorrona nos gustó tanto de hecho, que acabamos subiendo dos veces. Y como el carrito era de cuatro, la segunda vez Kelly se sentó junto a Molo, lo que me permitió a mí disparar a dos manos como si de una película de John Woo se tratara. (Disparo mejor con la derecha, por si os lo preguntabais.)
Una vez regresamos a casa de Kelly, nos acostamos para descansar lo más posible, pues a la mañana siguiente salíamos para South Dakota, viaje que sabíamos nos iba a llevar dos días enteros. Que los llevó.